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Internet permitió pagar menos por los libros, pero también empujó a la gente a pagar precios estratosféricos por acciones en empresas puntocom deficitarias. Durante el boom de las hipotecas subprime, los estadounidenses se creyeron la ilusión de que podrían enriquecerse comprando las casas de otros.
Puede que esos sueños hayan quedado hechos añicos, pero la ilusión siempre perdura. Aún queda una última gran esperanza para los inversores: los mercados emergentes. Los gestores de fondos han presentado con regularidad argumentos a favor de los mercados emergentes durante los últimos 20 años. Los países en vías de desarrollo ofrecen unas tasas de crecimiento más altas, disponen de una población más joven y dinámica y tienen poca representación en las bolsas globales. Adquirir una participación en mercados emergentes es como comprar una participación en el futuro.
Goldman Sachs, por ejemplo, calcula que la capitalización total de los mercados emergentes aumentará de 14 billones de dólares (10,2 billones de euros) en la actualidad a 80 billones de dólares en 2030, pasando de representar el 31% del total global al 55% en el proceso. Según las estimaciones de Goldman, incluso permitiendo nuevas ampliaciones de capital, esta subida se traduciría en una rentabilidad anual del 9,3%, frente a sólo el 4% para los mercados desarrollados. Parece una elección obvia.
Pero la experiencia debería enseñar a los inversores a sospechar de las decisiones obvias. Después de todo, los mismos argumentos se plantearon a principios de los años 90. Pero entre 1991 y 2000, los mercados emergentes ofrecieron una rentabilidad total de sólo un 38%, frente al 171% de los mercados desarrollados. Los buenos resultados no comenzaron a producirse hasta la década recién acabada, durante la que los mercados emergentes prácticamente cuadruplicaron el capital de los inversores desde finales del año 2000.
Pero también hay que hacer una advertencia con respecto al argumento del crecimiento. Elroy Dimson, Paul Marsh y Mike Staunton, de la Escuela de Negocios de Londres, examinaron sus bases de datos sobre la evolución de 17 bolsas nacionales desde el año 1900. Mediante diversas pruebas, no encontraron virtualmente correlación alguna entre el producto interior bruto per cápita de un país concreto y el rendimiento para los inversores.
¿Qué explicación puede darse a este resultado contrario a toda lógica? Una respuesta es que una bolsa no es un facsímil perfecto de una economía. Muchas empresas no están cotizadas. Puede que las compañías cotizadas sean maduras, o crezcan a menor ritmo, o simplemente estén más concentradas en un sector. En 1900, por ejemplo, Wall Street estaba dominado por los valores ferroviarios.
Una segunda respuesta es que los países en crecimiento pueden comportarse como los valores en crecimiento. Un período de sólido rendimiento deriva en una valoración excesiva, por lo que los posteriores beneficios son inevitablemente decepcionantes.
¿Ha llegado esta fase? La vieja regla decía que los mercados emergentes estaban caros cuando operaban con múltiplos de beneficios más altos que sus equivalentes desarrollados, tal y como sucedía en 1999 y 2007 justo antes de que los precios sufrieran fuertes caídas. En la actualidad operan con un modesto descuento.
Pero los mercados emergentes son propensos a los ciclos de auges y caídas. Han sufrido tres desplomes de más del 25% en los últimos 20 años, y cinco años en los que la rentabilidad anual superó el 50%. Es probable que los inversores internacionales hayan sido responsables en gran medida de la volatilidad, empujando a los mercados en uno u otro sentido a medida que pasaban del entusiasmo a la aversión al riesgo.
Es posible que se esté gestando otro boom. La burbujas, tal y como las describe Charles Kindleberger, un historiador financiero, implican habitualmente un desplazamiento inicial, seguido de una rápida generación de crédito y después una fase de euforia.
El desplazamiento puede haber sido la crisis financiera de 2007-08 que minó la solvencia del mundo desarrollado. A medida que los gobiernos apuntalaban sus bancos, sus deudas se disparaban. En términos generales, los gobiernos de los mercados emergentes cuentan con unas ratios deuda/PIB mucho más bajas que sus homólogos desarrollados. El poder económico parece haber experimentado un cambio decisivo.
La crisis fue seguida por el recorte de los tipos de interés en los países desarrollados. Su efecto ha sido limitado a la hora de reactivar el crédito en las economías occidentales. Pero ha animado a los inversores occidentales a comprar activos de mayor rentabilidad, como acciones de mercados emergentes. Los fondos de renta variable de mercados emergentes ya han recibido inversiones por valor de 45.000 millones de dólares este año, según EPFR Global, un grupo de investigación. Y los bajos tipos también estimularán la creación de crédito en aquellos países en vías de desarrollo que importan la política monetaria estadounidense mediante la gestión de los tipos de cambio.
La euforia continuará mientras el dinero barato siga subiendo los precios –algo que ya puede haber sucedido en algunas regiones del mercado inmobiliario asiático–. A los inversores probablemente no les quede otra opción que subirse a la ola, aunque sólo sea porque las perspectivas para los mercados desarrollados parecen bastante planas. Al menos, hay más solidaridad con los mercados emergentes que la que disfrutaron los valores puntocom.
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