Cuatro altos ejecutivos de Wall Street se enfrentaban en enero de este año a las preguntas despiadadas de una comisión encargada de investigar las causas de la crisis financiera: hablamos de los consejeros delegados de Goldman Sachs, JP Morgan Chase, Morgan Stanley y Bank of America.
En aquel momento, se especuló con la posibilidad de que algunos de ellos se enfrentaran a penas de prisión. Los grupos financieros, las agencias de calificación crediticia, los reguladores y los inversores han sido objeto de las más duras críticas. Las cabezas de algunos altos banqueros han rodado y la regulación se ha endurecido. Pero, a pesar de la indignación pública y de las amenazas políticas, ha habido pocos procesos judiciales que hayan concluido con éxito. A primera vista, resulta extraño. La debacle del sistema financiero provocó la quiebra de muchas empresas y el consiguiente despido de sus trabajadores, muchos de los cuales, también han acabado perdiendo su vivienda. ¿Dónde están los culpables?
Esa es la pregunta que se hacen los investigadores del Departamento de Justicia de EEUU después de perder un caso contra dos gestoras de fondos de Bear Stearns y otro contra el responsable de la división que casi acabó con AIG. Si comparamos estos resultados con los de la Comisión del Mercado de Valores (SEC), la actividad de ésta ha sido frenética, en parte porque el organismo se jugaba su supervivencia, después de los fracasos anteriores a la crisis, por no hablar ya de Bernard Madoff.
No obstante, aunque la actuación de la SEC no está exenta de éxitos, hay quien se pregunta por qué nadie ha llamado a rendir cuentas a los mayores grupos financieros y a sus ejecutivos. La realidad es que las actuaciones judiciales derivadas de la crisis están siendo menos severas que los casos asociados a escándalos como los de Enron y WorldCom. La explicación reside, en parte, en que la indescifrable lista de productos tóxicos resulta demasiado complicada para los magistrados y los miembros de un jurado. Sin embargo, la complejidad no evitó que los fiscales de anteriores escándalos depuraran responsabilidades. La diferencia entre los casos del pasado y los más recientes es la naturaleza casi universal de los últimos.
Dado que la mayor parte de las empresas financieras, sus reguladores, agencias crediticias y medios de comunicación no consiguieron detectar la tormenta que se avecinaba, es más difícil demostrar que determinados individuos conspiraron para engañar o estafar a los inversores. Ése es el motivo por el que los casos que normalmente lleva la SEC, en los que se acusa a los ejecutivos de ocultar información a los accionistas para encubrir pérdidas o salvar su puesto de trabajo o su bonus, son tan escasos. Un prestigioso abogado lo explicaba así: “es probable que mi cliente lo haya hecho, pero no es precisamente el único. Todo el mundo lo hizo”. Cuando se les ha presionado, los ejecutivos de Wall Street han alegado desconocimiento. Así lo hizo Chuck Prince, ex consejero delegado de Citigroup, ante la comisión de investigación del Congreso de EEUU. “No nos dimos cuenta de lo que teníamos delante”, aseguró. El hecho de que él y el resto de ejecutivos recibieran jugosas remuneraciones precisamente para tener esa capacidad de previsión no es motivo suficiente para condenarlos.
Hasta ahora, todo parece indicar que la crisis que no estuvo precisamente exenta de víctimas podría terminar por no encontrar ningún responsable. Si la rueda de la justicia sigue girando a paso de tortuga, hasta la industria financiera saldrá perdiendo. La experiencia demuestra que las sentencias judiciales tienen efectos beneficiosos, no sólo para la ciudadanía, sino también para la comunidad de accionistas. Las inversiones en empresas energéticas no se congelaron después de conocerse el escándalo Enron. El caso Madoff tampoco ha acabado con el papel de los asesores financieros. La percepción de que se ha hecho justicia ayuda a la gente a pasar página. Éste no parece ser el caso que nos ocupa. Meses después de que terminara la crisis, el sector financiero sigue intentando limpiar su imagen ante una opinión pública enojada y el escepticismo de los reguladores.
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